En la estética siempre se ha valorado lo inmenso, lo inabarcable, como un valor en sí mismo. Eso, a lo cual llamamos sublime, rara vez es pensado desde la perspectiva de su propia vivencia. No es sólo la inmensidad, aquella brutalidad que nos envuelve y supera en tanto entes limitados, sino también sus postrimerías: aquello que le precede, la calma que acaba muriendo en el gesto mismo de lo sublime, y aquello que le sucede, los efectos que tiene el propio gesto en la tierra. Su belleza no sólo radica en su inmensidad, sino también en su ausencia. Sus efectos, aquello que causa en la imaginación (por esperado) o en el mundo (por ocurrido), es por lo que nos sentimos sobrecogidos ante lo sublime.
Obsidian Kingdom – A Year With No Summer (2016)
Obsidian Kingdom – Torn & Burnt (2013)
¿Es posible entender una obra de arte —o El Arte en su totalidad— como un todo finito? Podríamos llegar a la conclusión de que en el momento en el que nosotros, en el papel de receptores de esa obra, nos situamos en el mismo plano en el que se sitúa el artista —que es, a su vez, el mismo en el que se situó en la realización de la obra—, siendo este particular momento en el que alcanzamos a comprender y, por qué no, hacemos nuestra, llega el Final de la obra como tal. ¿Representa esto el fin del camino? Es decir, tras alcanzar este punto, ¿la obra ya no da más de sí, podemos descubrir algo más allá de ella? Primero de todo, debemos entender una obra como un ente vivo y eterno, es decir, debemos saber asimilar sus posibles mutaciones, reinterpretaciones, derivas y bifurcaciones.