Ryan Adams – 1989 (2015)
El pop industrial americano es una perfecta pieza de diseño. Literalmente. Hacen falta dos docenas de letristas, compositores y técnicos de sonidos para conseguir que cada canción suene exactamente como debe sonar. Y si bien eso deja poco o ningún sitio para la personalidad, el alma o cualquier forma de arte, no es eso para lo que sirve el pop. El pop (industrial) atiende a condiciones comerciales. Al algoritmo del gusto medio. Y o se cumple o no tiene propósito.
1989 es una obra de diseño industrial. Hecho para lucimiento de Taylor Swift, para encajar con su personalidad de chica dulce y cercana, pero con un punto peligroso, que te gustaría que fuera tu mejor amiga o la chica a la que arropas cuando llega borracha a casa trastabillando torpemente, sus canciones son tan exactas como efímeras. Cuando se acaban, cuando dejamos de escucharlas después de haber pasado un tiempo determinado, es imposible recordar absolutamente nada de las mismas. Son un ruido de fondo. Pop almibarado. Perfectos hits de radioformula, generadores de premios anuales, que carecen de la persistencia o la identidad que podría lograr la música real: anidar en el corazón de quien la escuche y no dejar hueco para el siguiente subproducto industrial.